![El dilema del burro](/noticias/fotos/p_290120251639391w.jpg)
En un pequeño pueblo rodeado de colinas y campos dorados, vivían tres amigos inseparables: Manuel, Diego y Javier. Desde niños, habían compartido incontables aventuras y, con el paso del tiempo, su amistad se había convertido en un lazo inquebrantable.
Una tarde de verano, mientras el sol descendía tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados, los tres se reunieron en la plaza para planear una nueva travesía.
—Podríamos ir hasta el lago y acampar allí esta noche —sugirió Manuel, entusiasmado.
—Buena idea, pero no vamos a cargar con todo a la espalda —comentó Diego, siempre práctico—. Llevemos a Rufino, nos ayudará con las mochilas.
Rufino era su burro, un animal grande y robusto, con un pelaje gris oscuro y ojos astutos que parecían comprender cada palabra de sus dueños. Había crecido con ellos y siempre los había acompañado en sus viajes. Además, poseía una fuerza impresionante, capaz de llevarlos a los tres sin esfuerzo.
Con el plan decidido, se aseguraron de colocar las mochilas bien sujetas y, como Rufino estaba más que acostumbrado a cargar peso, decidieron turnarse para montarlo. Manuel fue el primero en subir mientras los otros dos caminaban a su lado, charlando y riendo.
No tardaron en cruzarse con un grupo de ancianos sentados bajo la sombra de un árbol, que los observaron con desaprobación.
—¡Vaya! —comentó uno de ellos—. Qué injusto que solo uno disfrute del paseo mientras los otros caminan. ¿No sería mejor que se turnaran o fueran los tres juntos?
Sintiendo que quizá tenían razón, Manuel bajó y dejó que Diego tomara su lugar. Más adelante, se encontraron con unos niños que jugaban en el camino. Al verlos, uno de los pequeños exclamó con entusiasmo:
—¡Ese burro es enorme! Seguro que puede llevarlos a los tres sin problemas. ¿Por qué no lo intentan?
Los amigos se miraron y, tras pensarlo un momento, decidieron subirse todos. Rufino, acostumbrado a cargar grandes pesos y recorrer largas distancias sin dificultad, avanzó con paso firme y tranquilo, sin mostrar señales de fatiga.
El camino siguió sin inconvenientes hasta que, al pasar por una taberna en las afueras del pueblo, escucharon las risas de unos viajeros.
—¡Mirad a esos tres! —bromeó uno de ellos—. Tan jóvenes y fuertes, y en lugar de caminar, hacen que el burro lo haga todo.
Javier suspiró y miró a sus amigos.
—Parece que, hagamos lo que hagamos, siempre habrá alguien que critique.
—Supongo que lo importante es que nosotros sabemos que Rufino está bien —añadió Diego, dándole unas palmaditas en el cuello al burro, que avanzaba sin el menor esfuerzo.
Al llegar al lago, desmontaron y dejaron que Rufino descansara mientras ellos preparaban el campamento. Se sentaron junto al agua y, mientras el sol se ocultaba en el horizonte, reflexionaron sobre lo ocurrido.
—A veces tratamos demasiado de complacer a los demás —dijo Manuel—, pero lo que importa es hacer lo correcto según nuestro propio criterio.
—Y asegurarnos de que aquellos que nos acompañan, como Rufino, estén felices también —añadió Javier con una sonrisa.
Los tres rieron, sabiendo que su amistad era más fuerte que cualquier comentario ajeno. Desde ese día, aprendieron a no dejarse llevar por las opiniones de los demás y a confiar en sus propias decisiones.
Y Rufino, por supuesto, disfrutó del viaje tanto como ellos.