
Hoy, en pleno siglo XXI, al estilo de Sócrates y sofistas, donde todo se ponía en tela de juicio, la maldita "mentira" sigue teniendo un bello lugar en nuestros quehaceres diarios. La cuestión de la verdad, su importancia o su insignificancia sigue pareciéndonos algo novedoso tras los años transcurridos donde creíamos que el ser humano tenía su puzle mental bien acoplado. Mas bien, da la impresión de que el régimen cultural de los detractores de la verdad, la posverdad, no evidencia la crisis de la misma verdad, sino el deseo de monopolizarla desde las cuevas ideológicas que acampan sobre nosotros.
Estamos en momentos duros donde se fabrica y obvia todo lo que sea verdad, no para convencer a los desconfiados, sino para agravar la adhesión de los diversos incondicionales. Sin duda, ello nos dirige a un fuerte fanatismo. Mismamente, nos encontramos ante mentiras de todo tipo: inadecuadas, groseras, zafias, las cuales jamás serán argumentadas por sus grandes errores. En este cruce de caminos nos topamos ante un fuerte armazón que no cuestiona, como se está pensando en muchas ocasiones, la relevancia de los hechos, sino que los relega a la inclinación política y a sus grandes expresiones emocionales. Todo un desbarajuste. Ahora mismo, los mundos del cine y las series juveniles nos lo están demostrando.
El mundo de la filosofía barata, la posmoderna, la que niega la verdad, es la que ha ido preparando estos cauces mal avenidos. No dudo que existan muchos, demasiados, que conozcan las teorías, viejas como la tos, de Foucault entre otros, donde sus ideas siguen difundiéndose socialmente y ayudan a configurar las actitudes políticas tanto de un lado como de otro del espectro político español, europeo. Así, hemos llegado a detectar los diversos coqueteos con las corrientes del "no a la verdad", llegando a la auténtica desconfianza de nuestros ciudadanos, sembrando el cuerpo político de recelos y suspicacias. La Asamblea Regional de Murcia tampoco se libra de ello, sea del color que sea.
Aquí, no se concibe la verdad como realidad objetiva, sino dominaciones y servidumbres. Tal emancipación exige desprenderse de esa reliquia que nos esclaviza. El hombre, la mujer de la posverdad, no se retrae de tal reliquia ya que tiene siempre a su disposición alternativas para salir del embrollo.
Tengo un conocido cercano que afirma aquello que todas las opiniones, seas o no seas didacta en la materia que se discute son iguales de respetables y valiosas, así como en el desprestigio público de la noción de verdad. Justamente se ha extendido una comprensión "embustera", mendaz, de la imparcialidad que ha llevado a otorgar el mismo valor de juicio del profeso que al del experto y a ponderar lo falso de igual manera que lo que no lo es. La moda de lo posmoderno, de la mentira cutre, no deja de ser consecuencia de una forma de pensar relativista.
La buena filósofa Hannah Arendt nos sigue recordando que "la verdad es por naturaleza tiránica" y tal vez por ello el pensamiento posmoderno llegó a la conclusión de que la tolerancia exigía mostrar un suculento respeto por la mentira. Lo malo de todo es que el cinismo, la indiferencia o la negligencia a la hora de defender la verdad ha terminado dando paso a la complicidad de mentiras demasiado arriesgadas.
Me da la impresión de que existen pruebas suficientes donde la ciencia, nuestra civilización, descansan sobre cantidades inmensas de información que no habría sido posible obtener sin reconocer su adecuación con lo real: Necesitamos la verdad no solo para vivir decentemente, sino también para sobrevivir. Más allá de los beneficios sociales que nos presenta la verdad, también, transcendentalmente, nos viene de lujo para nuestra identidad personal. Sin la verdad no podemos vivir, diferenciarnos de lo que nos rodea, constatar que no estamos solo en este mundo.
MARIANO GALIÁN TUDELA