La II República ya sabemos cómo terminó, con un discurrir convulso en el que faltaron demócratas y sobraron republicanos, y muy pocos planteaban la vuelta de la monarquía.
Al final, una cruenta Guerra Civil dirimió la supremacía de uno de los bandos en conflicto.
La historia honradamente interpretada y no troceada a conveniencia, nos enseña muchas cosas, por ejemplo, que el futuro no está escrito, y que existen historiadores que se dedican a hacer de Rappel con respecto al pasado.
El curso de la historia es inescrutable y los mismos hechos no arrojan resultados iguales cuando el factor humano introduce un elemento de incertidumbre que está al margen de cualquier predicción, es decir, se ha de controlar el mecanismo a través del cual se crean y transmiten valores y conceptos.
La realidad suplantada por una idea que se ha ido insertando en el imaginario colectivo es una aberración, por ejemplo : que esté instaurada una república no significa que haya más democracia, ya que muchas dictaduras se han autodenominado repúblicas.
El problema del origen democrático de la monarquía no está en la continuidad basada en la sucesión, sino en el hecho de que su representatividad se sustente en la decisión democrática que se plasma en un texto constitucional.
Si comparásemos (sé que las comparaciones son odiosas) al Rey Juan Carlos I con líderes republicanos como Fidel Castro o Nikita Jruschev, vemos que estos dos no hicieron otra cosa que acaparar poder, mientras que el monarca español renunció a las prerrogativas que se le transfirieron mediante la Ley de Sucesión aprobada por las Cortes franquistas.
La cuestión está en elegir entre un monarquía democrática frente a una república popular, y ya sabemos que estas repúblicas populares son la máxima expresión de la antidemocracia...
¿Monarquía o república?...
¡Siempre Monarquía!...
Continuará...