En estos días de inusuales y maravillosas temperaturas, con la amenaza invisible y las restricciones para echar un café, muchos han salido a la naturaleza, buscando la paz, la tranquilidad, el sosiego, la desconexión de tradiciones obsoletas, de la información toxica que nos atemoriza, de un mundo cada vez más apocalíptico, idiotizado, individualizado.
Desde el estallido de la crisis sanitaria, para alejarnos de todo, para aislarnos de todos, buscamos los espacios naturales, ya sean protegidos o no, porque nos ofrecen esos encantos que cada vez valoramos más y los convertimos en esos rincones personales, únicos, que pensamos, autoengañandonos, que nadie visita salvo nosotros.
El mío es el Espacio Protegido Punta Entinas Sabinar que he disfrutado estos días todo lo que he podido, observando sus impresionantes puestas de sol, los espectaculares reflejos sobre sus mansas aguas de las caprichosas nubes, la soledad de sus senderos, y el bello y colorido vuelo de las aves.
Es tanto lo que me ofrece, que cada vez soy más intransigente con las barbaridades que allí veo cada día y que están convirtiendo mis terapéuticos paseos en una aventura estresante. Debe ser la edad, mi egoísmo, mi simplista visión de lo que significa disfrutar de la naturaleza, o el cada vez más arraigado pensamiento de que no tenemos solución, que cada día encuentro menos justificaciones a la forma de comportarse de algunos. Valgan tres ejemplos.
Los dueños de los perros que, nada más entrar al espacio protegido, los dejan correr libres. Entiendo que si deciden tener un perro es porque le gustan los animales, y que si van allí a pasear es porque le gusta la naturaleza. Quizás sea el desconocimiento, o esa tonta creencia de que su perro no hace daño a nadie, o que un pato más o menos no va a acabar con el mundo, pero quitarle la cadena, es un atentado contra la naturaleza, y si eso es demasiado peso para su conciencia, lo dejaremos en un delito tipificado por ley, ya que los perros deben ir siempre atados en los espacios protegidos. Por muy mansos que sean tienen un olfato increíble, una curiosidad extrema, y un instinto animal que es muy difícil de controlar. Ya sea jugando, por accidente, o porque le premian las gracias, nos encontramos con huellas alrededor de nidos, animales muertos por sus ataques y millones de excrementos.
Para demostrar que a alguno le falta un hervor, al dueño, nunca al perro, solo hay que ver esas bolsitas donde han recogido los excrementos puestas en el camino. Si no recogerlas ya es desagradable y contraproducente para el ecosistema, el embolsarlas y dejarlas allí ni te cuento. ¿En qué piensa alguien qué hace eso? No lo entiendo. En otra ocasión alguien llevó a enterrar a su perro allí, y para honrarlo, para llamar la atención de su delito, le hizo una tumba muy bonita, le puso una cruz con su nombre, y lo más incomprensible es que le puso flores de plástico en un sitio donde crecen de forma natural más de 270 especies de flora diferentes.
Otro de los ejemplos son los que ven en Punta Entinas el picadero perfecto. Van a ver las puestas de sol de los alcores, se toman unas cervecitas y dan rienda suelta a su amor desenfrenado. Otros, entre las dunas, tras el cañaveral, van buscando el polvo fugaz, con el desconocido, el aquí te pillo, aquí te envisto, por lo que si no quieres que alguno se te insinúe debes llevar unos prismáticos para dejar claro que vas allí a ver aves, no pajaritos enjaulados. Nada tengo contra la sexualidad de cada uno, pero que no dejen todo lleno de toallitas, preservativos y las basuras de su bacanal.
El tercero de los ejemplos son los aficionados al caravaning, que buscando la tranquilidad, la belleza del lugar, montan un poblado de viviendas de lujo en un plis plas. Algo que, además de ser ilegal, para eso están los sitios establecidos, provoca, por la insensatez de algunos, que tras su marcha la zona huela a cloaca porque vacían sus depósitos de aguas grises. Estos días la zona del viejo Cuartal Príncipe Alfonso parecía un camping. Bombonas de butano junto a la Reserva Natural, perros que ladraban a los ciclistas que pasaban por allí y que le llevaban de regalo a sus dueños una cigüeñuela entre sus dientes.
Lo peor de todo no es la insensatez, la falta de información, de civismo, es la mala educación que tienen algunos, y lo ofendidos y gallitos que se muestran cuando les dices que lo que están haciendo, además de crear un perjuicio ambiental, es infringir la ley. En fin, que el 2022, además de buena salud, nos traiga un poco más de cordura y sensatez.
Moisés S. Palmero Aranda.
Educador ambiental y escritor.