El debate — espinoso, políticamente incorrecto— se da en personas que nacimos antes de iniciarse los años sesenta del siglo pasado. Quienes tenemos cierta edad y hartazgo, asimismo voluntad y mente abierta para expresarnos sin complejos, solemos preguntarnos (yo, al menos, sí) si la democracia actual nos da más satisfacciones ciudadanas que la dictadura de los dichos años, incluso algunos precedentes, y posteriores hasta su final. Limitar el debate cronológicamente carece de cualquier afán de censura o discriminación. Es evidente que una gran parte de la sociedad asienta sus fundamentos, cuando emite juicios, en lecturas u opiniones ajustadas, precisas, cuyo crédito les resulta fiable, pero se encuentran ayunos de experiencias personales. Tal vez, muchos tampoco sean asiduos lectores y su germen histórico se haya construido en referencias con dudosa ecuanimidad.
Vaya por delante mi curiosidad intelectual por la Historia, básicamente de España en los siglos XIX, XX y XXI. El bagaje lector es amplio y si mi nacimiento (en mil novecientos cuarenta y tres) ha permitido curtirme con el franquismo y con la democracia, creo estar en buena disposición para hablar de ambos. Reconozco limitaciones descriptivas y empíricas porque nadie llega a tener una visión espaciosa, profunda, resolutoria, de nada; es metafísicamente imposible. Mi experiencia se limita a las vivencias en un pueblo conquense de mil habitantes. Luego, ya adolescente, proseguí estudios en Cuenca capital. Después, soltero y casado ya adulto, anduve por diferentes localidades de Barcelona, Cuenca y Albacete, hasta terminar en Valencia ciudad. Mi curiosidad innata me llevó a completar el acervo escuchando detalles de la Guerra Civil a personas mayores, también mi padre, casi todos pertenecientes a la once división de Lister.
Sé también, pese a mi eclecticismo, que las extensas lecturas sobre la guerra y la postguerra descubren áreas limitadas, cuando no manipuladoras. Razones para que el análisis, como cualquier otro, sea muy personal considerando los pormenores expuestos. Añado que jamás pertenecí de forma voluntaria a ningún partido ni sindicato, solo a la OJE (Organización Juvenil Española) y al SEM (Sindicato Español de Magisterio), por razones obvias. Que sepa, en mi pueblo no mataron a nadie antes, en y después de guerra ni hubo prisioneros determinados, salvo un tío mío que fue muerto en acción durante la batalla de Brunete. Quiero decir, no acaeció ningún hecho trágico fuera del conflicto. Personalmente, viví el franquismo, la dictadura, con dificultades económicas, como todo el mundo, pero sin percibir opresión ni impedimento alguno.
Recuerdo que los primeros años fueron convulsos, probablemente debido —entre múltiples eventualidades— al deseo de controlar la población para desenmascarar adversarios potenciales del nuevo régimen o gentes que practicaban el estraperlo. Concluido el maquis y firmado el pacto bilateral con Estados Unidos, la vida interna se fue normalizando, sin olvidar el riguroso control social de la dictadura sobre quienes exhibían ciertas manifestaciones. ¿Había cosas buenas? Desde luego, había seguridad (en las casas de los pueblos sobraban cerraduras) y no se pagaban impuestos directos. Rememoro una época en que apareció alguien bajo una sábana blanca. “El fantasma”, le decían. Sus intenciones serían amatorias o rapiñar “alguna falta porque no quedaban sobras”. Enseguida se dio orden de que en las esquinas se apostaran cazadores con las escopetas preparadas. Nunca más se supo del fantasma.
Como suele ocurrir a raíz de conflagraciones civiles, el maniqueísmo se adueña del relato y sigue sembrando odio dejando abiertas demasiadas heridas y enfrentamientos interminables. Ocho decenios después, sin que quede vivo ningún protagonista directo del choque, sin que nadie mencione el único perdedor: la sociedad española, con sujetos inmorales cuyos intereses espurios se nutren del rencor, la muerte de centenares de miles de españoles ha sido estéril. Hoy, más que nunca, se han abierto trincheras de repulsa. Existe un resentimiento inculcado, unas divergencias irreconciliables, que hacen imposible el aliento colectivo. Sin embargo, ni es innovador, ni actual. Ortega dejaría hoy tal cual, sin cambiar una coma, sus centenarios escritos políticos. Mi extrañeza alcanza su clímax cuando constato que todavía el pasado desvirtúe presente y futuro.
Sobre el pasado disgregador, presente ignorante e incívico, se quiere levantar un futuro pavoroso, deprimente. Construyen, o lo pretenden, sobre cimientos yermos, necios, indoctos. Ortega, sí es preciso volver a él, proponía una estrategia. “¿Por qué no juntar nuestras ignorancias? ¿Por qué no formar una sociedad anónima, con un buen capital de ignorancia y lanzarnos a la empresa con vivo afán de ver claro que súbitamente vamos a llenarnos de evidencias? Partamos una vez más en busca de verdades” (El hombre y la gente). Solo así iremos desenmascarando farsa tras farsa para ser dueños de nuestro destino y hallar una democracia acrisolada e higiénica. Caso contrario, porfiarán con la manipulación y adoctrinamiento hasta hacerlos adictivos, necesarios, en su afán de apropiarse sin escrúpulos del poder que se le niega limpiamente. Sestear no es solución. Goethe advirtió que la libertad se debe conquistar cada día.
Nunca, en mis muchos años de docencia, expresé preferencias respecto a temas religiosos o políticos. Considero que la decisión es exclusivamente personal y quien la tome, ya entrado en juicio, debe llegar a tan importante coyuntura limpio de lastre; es decir, sin adiestramiento previo. Ahora tampoco lo voy a hacer, porque lo transcendental para cada individuo son sus propias ideas. Alguien pregunto a Baudelaire, “¿Dónde preferiría usted vivir?” Respuesta concluyente: “En cualquier parte con tal que sea fuera del mundo”, pero el único fuera del mundo es dentro de sí mismo, en sus ideas. Creo que, ahora mismo, España rompería esa idea utópica de “en cualquier parte”. Somos un país acéfalo, sombrío, oscurantista; en franca decadencia, pese al clima optimista impulsado. Otro fiasco a que nos lleva la “democratura”, como Alfonso Guerra llama al cóctel surgido aunando los vocablos democracia y dictadura.
Un sistema democrático tiene que ser fiel a los siguientes principios, entre otros. Afianzar la parcelación e independencia de los tres poderes clásicos. Compromiso gubernamental inquebrantable de cumplir la Ley y hacerla respetar por encima de consideraciones o intereses bastardos. Detallar la gestión de los capitales públicos, asimismo abrir con generosidad la información (portal de transparencia) se ha de consumar con exquisita observancia y rigor. Potenciar, al abrigo de estímulos económicos, la objetividad y autonomía de los medios. Erradicar todo tipo de corruptelas, tanto crematísticas como intelectuales, que degradan la autenticidad democrática mientras despiertan deserciones y usufructos abyectos, arbitrarios, despóticos. Desde luego, proscribir la mentira
Tengo el derecho a proclamar que, desde mi punto de vista, las diferencias entre esta democracia postiza y el franquismo son mitológicas.