La Historia de España, en concreto los últimos cuarenta años, viene atiborrada de mensajes exagerados, falsos. Realmente no existe sigla con experiencia gubernamental que eluda tan lamentable perversión. Solo Vox y Más Madrid o País, según su área de acción, tienen reconocida una limpieza irreprochable porque “hacen de la necesidad virtud”. El resto, en mayor o menor medida, han ido construyendo discursos bastardos, vergonzosos. Creo —los datos empíricos así lo constatan— que las dos excepciones expuestas dejarán de serlo cuando toquen alguna parcela de poder por exigua que sea. Este beatífico país (sería imposible, sin dicho epíteto, comprender la situación actual) potencia, tal vez de forma irreflexiva, una política miserable, llena de aventureros pícaros, cleptómanos. Estamos llegando a extremos escalofriantes, sin paridad en Europa.
España ahora, quizás desde hace años, ha perdido la brújula, el norte, y vagamos a la deriva, beodos, dando tumbos. Todos tenemos culpa; bien por acción, ya por omisión. Sin embargo, se ha convertido en hecho pragmático que el fracaso es huérfano; a lo sumo, padre putativo. Así lo valoran la generalidad de partidos políticos, algunos de los cuales superan abiertamente el sentido común y las líneas democráticas marcadas. Unidas Podemos —que cual Saturno va comiendo a sus hijos exhibiendo una destrucción imprecisa— propone eliminar el delito de enaltecimiento del terrorismo porque ETA ya no existe. Mientras, sugiere tipificar como delito el enaltecimiento del franquismo porque “a contrario” Franco todavía existe. Absurdo. Análoga argumentación utilizó Ángela Aguilera, portavoz de Adelante Andalucía, comparando los homenajes a ETA y la manifestación nazi (según su expresión) de Chueca. Usar raseros diferentes es inmoral.
Verismo, en puridad, constituye una tendencia literaria o plástica a finales del siglo XIX protagonizada por narradores y comediógrafos. Sublima la realidad aplicándole aureolas espectrales que destiñen la verdad objetiva. Escenifica contextos rentables. Asimismo, describe, con tramas sórdidas, personajes, enclaves y emociones. Ampliando su campo de acción, se da en relatos con apariencia verídica, fidedigna. No obstante, es herramienta ideal para mutilar la verdad, aunque parezca refuerzo o exaltación de una realidad particular. También procura encubrir la delincuencia. Por el contrario, veracidad indica cualidad de veraz; es decir, que dice o profesa siempre la verdad. Verismo es camuflaje, ocultamiento; conforma, cínico, patrañas con talante narrativo, plástico. Existe entrambos, al menos, una diferencia sustantiva cuya notación transcurre entre el relato subjetivo, maniobrable, postizo, del verismo y el hecho irrefutable, prominente, de la certidumbre.
Este gobierno —otro cualquiera, sin precisar sigla alguna— se aplica angustiado, con excesiva perseverancia, al verismo. Si digo que la izquierda bate récords, siempre asistido por la ayuda inagotable de medios anejos (prácticamente el total), aun constatada su evidencia plena, se me tachará de parcialidad e incluso de fascista. Esos retratos caricaturescos, esa estigmatización del rival (auténticas conspiraciones), realizados a discrepantes, forman parte enjundiosa del verismo. Crónica autóctona —en sus abundantes facetas— (incluso europea, compleja en los aspectos político-jurídico-militar) y verismo impulsan un complemento consolidado, firme, que perfila sin decoro el tono político. Desterrar la ortodoxia político-social, oponer veracidad y ciudadanía, apuntalaron las bases siniestras para enviciar esta democracia ignominiosa e insustancial.
El relato franquista fue cicatero, ignoro si por táctica militar o debido al talante sobrio, cauteloso y retraído del dictador. Durante tres décadas se impuso una veracidad confortadora, pocas veces espeluznante más allá de las circunstancias. Desde luego, en transparencia, Franco no hubiera envidiado a Sánchez confrontando uno y otro sistema. Suárez, pese a la barroca exaltación retórica “puedo prometer y prometo”, evitó anuncios inverosímiles inmerso en testimonios veraces. A lo largo del siglo XX, dos políticos significativos, Gramsci (primera década), ejemplo de veracidad, dejó su tesis sobre hegemonía cultural de la izquierda para conseguir una superestructura dominante, esencial, lucrativa. Santiago Carrillo (segunda mitad) lucubró un verismo: el eurocomunismo, versión ilusoria del totalitarismo marxista.
Reitero, el verismo sublima la realidad objetiva gestando un fraude a la propia realidad. Los gobiernos que lo practican de forma recurrente anidan, cuanto menos, talantes tiránicos; desde luego, antidemocráticos. Este ejecutivo social-comunista que penamos, castiga al ciudadano con su práctica habitual, incluso cuando sus efectos perturban gravemente la salud. Cuantos relatos surgieron en la pandemia, henchidos todos de verismo, supusieron —y lo siguen haciendo— inconvenientes dolorosos para una población desconcertada ante tanta información fluctuante. Incluso el Tribunal Constitucional, no exento de procesos sombríos, ha desautorizado el primer Estado de Alarma (consecuencias incluidas) y el cierre pueril del Parlamento. Aquel irresponsable: “Hemos vencido al virus”, ¿cuántas muertes pudo producir?
Señalar algunos disparates que acompañan a relatos oficiales —si prefieren sinónimos populares pueden denominarlos “cuentos chinos”— jamás podría considerarse actividad agotadora. A botepronto se consigue revelar millares, dichos por el patrono (principal fuente) y resto de silentes validadores. Sánchez maximiza su acción gubernamental en cualquier explicación, evidentemente cargada de verismo, cuando la realidad se empeña en confirmar que este gobierno es el mayor impostor y oscurantista desde antes de la democracia. Constatamos el caso insólito de que, en ocasiones, las órdenes vienen respaldadas por comités de expertos, sanitarios o económicos, cuyos componentes se mantienen ocultos. Tal sinrazón justifica ese sentimiento generalizado de que dichos comités son patrañas de un gobierno falaz y superado ante coyunturas cotidianas.
¿Existe veracidad en alguna de nuestras instituciones? Pregunta clave y difícil su respuesta. A primera vista, examinando todos los ámbitos que configuran el Estado, diría que no. Aquella intelectualidad capaz de sopesar principios y vida priorizando los primeros: “Ganaréis, pero no convenceréis”, dijo Unamuno sin temor, hoy calla por prevención o ausencia. Queda —como única reserva— el pueblo, vinculado (según la concepción romántica alemana) al origen de las naciones y por tanto del Estado. Sin embargo, el paisaje globalizado hace temer un verismo del que la sociedad no participa. Han extendido una telaraña donde al individuo le queda poco margen para clamar su verdad. En este escenario nocivo, impuesto, subsistirá, eso sí, un anhelo infinito de defender la libertad como motivación inequívoca de veracidad individual.