Una señora con una melena larga y de color rojo tirando a fucsia, me sacó de mi abstracción pensativa habitual mientras camino. El intenso color de su pelo, que pocas veces había visto, hizo que despertara como si una luz intensa me cegase la vista. A renglón seguido, en la acera de enfrente, otra mujer, de un pelo azul artificial que no sabría definir, se cruzó a la vez.
Mientras, un coche con una música inspirada en los disparos de una metralleta, aparcaba chirriando ruedas. De ella salía otra chica con melena bien larga, de color negro azabache pero sin brillo y atada en la coronilla. Llevaba unas manos con uñas difíciles de entender. Largas, llenas de dibujitos con "brillis brillis" y de un grosor más propio de las uñas de mi perro, un mastín del pirineo que da miedo, que de una persona. La mano derecha, en el caso de que fuese diestra, le valdría para tocar la guitarra, pero con la izquierda difícilmente podría pisar las cuerdas en los trastes. Otro oficio no le conseguí encontrar a esas manos.
No sabía si mis visiones eran consecuencia del calor de mil demonios que caía del cielo para reflejarse en el asfalto sucio en una calle sin árboles, o si tenía una pesadilla y me había colado en una película de la más cruel distopía vista.
Ese, desde luego, no fue el paseo de mi vida. También me crucé con un chico joven, con más tatuajes que piel, con camisa a pecho descubierto y sin un ápice de vello, al igual que sus piernas y brazos y, juraría, que llevaba las cejas en punta, más depiladas que mi vecina de toda la vida, que ha terminado por pintárselas. ¡A mí que me pasa como le pasaba a Lola Flores, que me gustan los "hombres, hombres, con pelo en pecho"
En fin, yo ya lo sabía porque mi madre me lo hizo notar bien de pequeña: "Hija, yo creo que tu eres algo rara".