Con la venia del Excmo. Sr. Alcalde-Presidente del Excmo. Ayuntamiento de la Ciudad de Murcia, en cuyo Salón de Plenos nos encontramos.
Ilmos. Sres. Concejales, Excmas. e Ilmas. Autoridades, compañeros, señoras y señores, amigos todos aquí presentes.
Sean mis primeras palabras, tras la salutación a la Presidencia del acto utilizando la antigua y sacramental formula con la que los que ejercemos la noble y hermosa profesión de abogado nos dirigimos a los tribunales de justicia, las que alberguen en su emocionado seno la inmensa gratitud y agradecimiento al Excmo. Ayuntamiento de Murcia en la persona de su primer Edil, el Excmo. Sr. don Miguel Ángel Cámara Botía, por el honor que otorga al Ilustre Colegio de Abogados de Murcia y a su Decano con el honrosísimo encargo de pronunciar el Pregón de la Feria de esta milenaria ciudad de Madina Mursiya, capital allá por el año 800 de la Cora de Tudmir.
Honor y orgullo que deseo compartir en este acto con la totalidad de los abogados del Ilustre Colegio de Abogados de Murcia y en especial con mis compañeros de la Junta de Gobierno y además con los que día a día allí trabajan.
Honor y satisfacción de los que igualmente hago partícipes a todos los Decanos que a lo largo de su dilatada historia han presidido nuestra Corporación. Desde el primero don Víctor Vergara y Moñino y sucesivos, hasta los Decanos de Honor que junto a la actual Junta de Gobierno acompañan al Decano pregonero en este acto.
Una Institución que el pasado 2 de julio cumplió 170 años de larga y dilatada historia.
Fue en el año de 1838, bajo la Regencia de doña Maria Cristina de Borbón, esposa del Rey Fernando VII, cuando nuestro Colegio inició su andadura como Corporación de derecho público al servicio de todos los murcianos.
Era Alcalde de Murcia el Excmo. Sr. don Ramón Tomás Jumilla.
Es, por tanto, en el s. XIX cuando la abogacía murciana se organiza colegialmente. Sin embargo, fueron seis siglos antes, en el s. XIII, cuando se inicia la ordenación de su ejercicio.
Y fue también en ese siglo cuando la Feria de Murcia, el evento que aquí nos convoca, inicia sus anuales celebraciones.
Dos acontecimientos contemporáneos cuya iniciativa corresponde a una misma persona.
Alfonso X, a quien adjudicaron con toda justicia el sobrenombre de El Sabio, ha sido un monarca trascendental en la historia de España y en la de Murcia. Sus biógrafos y estudiosos coinciden en la fascinación que despierta el personaje, en una triple vertiente.
La primera, lo contradictorio de su propia trayectoria personal, que pasó del triunfo político, cultural y jurídico a la amargura y el desencanto al final de sus días abandonado por todos, depuesto y desposeído de sus poderes y funciones, él, el Rey más sabio de la Edad Media, el Rey que tuvo tan claras las fuentes de su legitimidad.
La segunda faceta de Alfonso X que destaca, en palabras del historiador García Cárcel, es su impresionante producción cultural, la lección última que encierra este reinado: el elogio del saber. En el ámbito jurídico, los tres Códigos legales: El Fuero Real, El Espéculo y las Partidas, entre otras obras, son buen ejemplo de ello.
La tercera vertiente hace referencia a la modernidad de su proyecto político y cultural.
La abogacía española en general y la murciana en particular, debe al monarca Sabio la iniciativa de ordenar su ejercicio.
Hasta finales del s. XII la profesión de abogado se venía ejerciendo de forma desordenada y sin control, por los llamados voceros, además de por agentes, clérigos, monjes y frailes.
Precisamente la ingente labor legislativa desarrollada por el Rey Alfonso y plasmada en los tres Códigos anteriormente citados, que sustituyeron los breves y sencillos cuadernos municipales, propiciaron un hecho determinante como es que a partir de ese momento un cierto número de personas se dedicaran a la licencia del Derecho en su doble vertiente de juzgar las causas y razonar por los que ignoraban las leyes.
Es preciso recordar en este apartado al Maestro Jacobo o Jácome Ruiz, el de las leyes, ayo del rey siendo infante. Sus “Flores de Derecho” fueron trasladadas, en su mayor parte, a las Partidas. El Soberano lo nombró juez y le dio repartimiento en Murcia.
Y así por medio de un privilegio fechado en Jerez el 22 de abril de 1268, el monarca acordó dotar oficialmente a Murcia de abogados.
Una de cuyas consecuencias fue que años más tarde esta Casa Consistorial en la que nos encontramos tuviera su primer abogado en la persona del bachiller Álvaro de Santestevan, nombrado por los Reyes Católicos, quienes ordenaron: “de aquí en adelante e de cada año aya un letrado de la cibdad para las cosas que tocaren Concejo el cual tenga de salario 3000 maravedíes cada año”.
Dos años antes de que los abogados iniciaran su ejercicio oficialmente reconocido y ordenado en nuestra Región, el 1266, el rey Alfonso concede a Murcia otro privilegio: su Feria.
Los historiadores ubican su inicial emplazamiento en terrenos convergentes de las dos Arrixacas, la mora y la cristiana, y lo enmarcan en la confluencia de las calles peatonales donde desde antiguo se instalaron los distintos comerciantes, artesanos y fabricantes, y que más tarde pasó a llamarse Santo Domingo.
La creación de la Feria anual, de enorme importancia para la ciudad de Murcia data, según Alonso Navarro del 4 de mayo de 1272, autorizándose cien tiendas censales, con donación de una tahulla para su expansión y servicio.
Finalizo ya este exordio en recuerdo de Alfonso X El Sabio, el monarca que encontró en Murcia, en palabras del citado Alonso Navarro, su soñado paraíso, el lugar donde la vegetación era un canto a la vida y a la esperanza. Gentes aguerridas si eran reclamadas para hechos de armas, o ingeniosas y espontáneas cuando el rey pedía imaginación y esfuerzo. También lealtad sin reservas, valorada por el rey al sentir en su propia condición real la amargura generada por asuntos de estado y sucesión, que siempre supieron comprender y apoyar los murcianos, como respaldo inquebrantable para un monarca al que tanto querían, y al que acudieron siempre con éxito en demanda de justicia o amparo para sus tribulaciones.
Por eso concedió a Murcia, para que constara en su primitivo blasón, cinco coronas reales, en atención a las aportaciones de nuestra región a los hechos de armas reales que permitieron alcanzar notables victorias y la confirmación duradera del Reino de Murcia como parte de la Marca de Castilla.
El pregonero que a vosotros tiene el honor de dirigirse, aborda la Feria en su moderna configuración desde una personal triple visión, prisma o perspectiva.
Y os ruego sepáis disculpar el atrevimiento de elegir esta opción y no la del pregón al uso como mandatario oficial. Pero es que las ricas y variadas actividades que la Feria de Murcia ofrece no permiten mantener la visión de perspectiva, si no la apasionada de quien las vive en primera persona totalmente involucrado en ellas.
Una primera visión es necesariamente, la de un joven nacido en Cantoria, pequeña población situada en la cuenca del río Almanzora, comarca del interior de la vecina provincia de Almería. Su bandera, la bandera de Cantoria ha estado expuesta en la exposición que el Museo arqueológico ha dedicado al “Regnum Murciae”. Bandera que en el año 1569 los Tercios de Lorca arrebataron a los moriscos que en esa fecha se sublevaron y asediaron las ciudades de Oria y Cantoria y que tras vencer en la batalla de Arboleas regresaron victoriosos con cinco banderas, entre ellas la de mi pueblo, Cantoria.
Pues bien, ese jovenzuelo que por decisión paterna y por mor al futuro universitario que tanto para él como sus cuatro hermanos avecinaba, se traslada a Murcia en el año 1973, al murcianísimo barrio de la Trinidad, a la calle Obispo Frutos y al Colegio Andrés Baquero en cuya primera planta tuvo su primera residencia, por la condición de director del centro de su padre.
Nos acogió la Murcia de siempre, desprendida y solidaria, caritativa y hospitalaria, cuya genuina representación figura en la fachada de la antigua alhóndiga, almacén de grano o casa del pan, posteriormente Palacio de Justicia y actualmente Sala de Exposiciones, me estoy refiriendo, como todos os imagináis al Palacio del Almudí.
En su fachada consta magistralmente representada la hospitalidad de Murcia, el símbolo adoptado por las peñas huertanas. La matrona que da su pecho a un niño extraño, mientras al otro lado espera ser amamantado el propio hijo, y otros, a sus pies, aguardan para recibir aquel beneficio.
La Feria en aquel ya distante 1973 estaba ubicada en el Malecón y a esa zona de una Murcia en expansión acudía el pregonero.
Para ese joven recién llegado, el descubrimiento de la ciudad y el de su Feria constituyó una actividad coincidente y apasionante. Junto a la labor de “exploración del terreno” circundante a mi nuevo domicilio, incluido el colindante campus universitario y su facultad de derecho a la que de inmediato me incorporaría, simultaneé el disfrute lúdico de la Feria.
El primer contacto se produce desde la privilegiada atalaya de una de las grandes terrazas del Colegio Andrés Baquero.
Desde la que mira a la calle Obispo Frutos, observaba el incesante discurrir de la muchedumbre que puro en ristre, además de las inevitables bolsas que contenían la merienda, acudía al cercano coso de la Condomina. Este es el bendito momento en que sigo sin entender como después de una más que generosa comida en los magníficos restaurantes de nuestra ciudad, prácticamente, dos horas después, en el descanso, antes de la lidia del cuarto toro, el personal se entrega de nuevo al condumio con esa denodada fruición.
Desde esa terraza, puesto que en el pregonero no ha calado la gran afición taurina de su hermano Jesús que no se pierde ni el desencajonamiento de los morlacos, escuchaba más tarde las manifestaciones sonoras de la buena o mala faena de los lidiadores, al igual que oía, antes de hacerme socio del R. Murcia de nuestros pecados, los cohetes anunciadores del gol que sus delanteros habían marcado en el colindante campo de fútbol.
Eran unas primeras vivencias de la Feria a través de los sonidos que el viento traía a mis oídos, los olés o silbidos del respetable taurómaca en la corrida de toros de turno. Ese público a veces respetable y otras, por lo visto no tanto al que, en el año 1850, dirigió un bando el Corregidor de entonces don Alejo Molina y Vera, vizconde de huerta, brigadier de los ejércitos nacionales, senador del Reino y alcalde corregidor de esta capital. (Esto son títulos señor alcalde).
Parte del bando decía así:
“HAGO SABER. Que con el objeto de que la corrida de Toros de muerte que debe celebrarse en ésta ciudad en el día 8 del corriente se verifique con arreglo a todas las reglas de comodidad, método y buen orden, establecidas para estos casos, he venido en mandar lo siguiente.
Art. I. Se prohíbe arrojar a la plaza cáscaras ó cortezas de frutas verdes ó secas ni cosas alguna que pueda ensuciarla, exponiendo a la vez a los lidiadores a desgracias inevitables.
Art. II Cualquiera de los espectadores que promueva disputas ó cuestiones, que puedan perturbar el sosiego que en semejantes funciones debe reinar, será inmediatamente arrojado de la plaza, sin perjuicio de las demás disposiciones que convenga adoptar según la gravedad de la falta y con arreglo á lo que disponen las leyes.
[…]
Art. 8º. Se dará principio a la función a las cuatro en punto de la tarde, para lo cual se presentará la autoridad oportunamente en el punto designado a la presidencia.
Y para que nadie pueda alegar ignorancia se publicará y fijará el presente en los sitios públicos y acostumbrados de esta capital.
Murcia 4 de Septiembre de 1850”
El contacto directo con la Feria se produciría con mi visita al recinto ferial, al que acudía con alguno de mis hermanos. Eran pocos días de estancia en esta ciudad y no me había dado tiempo a hacer los magníficos amigos que he tenido la suerte de sumar en 35 años. Ya en Feria nuestro objetivo eran las casetas de tiro con sus escopetas de perdigones, disparábamos a los palillos de dientes o a las bolas de chicle, para acabar en los inevitables coches de choque.
La devoción mariana de mi padre propició que la otra vivencia de la feria fuese precisamente el acercamiento a la razón de ser de este acontecimiento, a la figura a la que está dedicada la celebración ferial: La Virgen de la Fuensanta. En primer lugar, con la obligada visita a la Catedral y contemplarla majestuosa en su hornacina, para a continuación sumarnos a la romería que traslada a la Señora desde su camarín del templo catedralicio a su morada en el Santuario del monte.
No era ciertamente la primera romería a la que acudía. En mi infancia almeriense acompañaba a la de la Virgen de Monteagud, en la Uleila del Campo natal de mi padre y así experimenté mis primeras vivencias como romero.
Conocer y vivir la inmensidad y grandiosidad del primer templo murciano, abarrotado de devotos romeros contemplando extasiados el esplendor de La Morenica, enmarcada en el impresionante retablo que preside el altar y con el corazón del Rey Sabio a sus pies, constituye una escena inolvidable para un recién llegado.
La posterior romería supuso para mí junto a mi padre no sólo una actividad religioso-costumbrista, si no la posibilidad de continuar con el descubrimiento de la ciudad y sus entornos.
Conocí el Puente más viejo de Murcia presidido en su hornacina por otra Virgen, la de los Peligros, “encimíca del puente” para que ningún murciano, sea creyente o no lo sea, no se olvide de saludarla cuando transita camino del barrio del Carmen o a la inversa en dirección a la Gran Vía. Aquella cuya corona, cuenta la tradición, cuando se producían riadas, se arrojaba al río, bien atada a una cuerda, para que detuviera el ímpetu de la corriente. Algo, que desgraciadamente no consiguió los días de San Calixto, primero, y de Santa Teresa después.
La bajada a la Plaza de Camachos me permitió averiguar que fue construida, después del puente por el que mi padre y yo habíamos transitado junto al resto de romeros acompañando a nuestra Virgen, a mediados del siglo XVIII, por acuerdo del Concejo ante el imparable aumento de población. También nos permitió conocer que el primer destino de la plaza fue servir de plaza de toros ya que la antigua, ubicada en la Plaza de las Agustinas, se había quedado pequeña.
Y así hasta salir de la ciudad, después de saludar a la Virgen del Carmen, por Santiago el Mayor hacía las Siete Cuestas y finalmente el monte de la Fuente Santa.
Y como marca la tradición un martes, para que sus genuinos estantes, los frailes capuchinos, pudieran portarla una vez que, después del ayuno y abstinencia a que su regla les obligaba de miércoles a sábado, recuperaban fuerzas domingo y lunes.
Termina así esta primera visión del pregonero de la feria de Murcia.
La segunda óptica o prisma, me vais a permitir que no sea propia.
Cuando termino mis estudios de licenciatura en derecho, tengo dos opciones: ejercer la profesión de abogado en Murcia o volver a mi Almería natal.
El dilema no fue tal. Abrir mi primer bufete en la calle de Santa Ana, a la espalda de la Casa Ruiz Funes, junto al ficus de Santo Domingo y contraer matrimonio con una murciana nacida al otro lado de ese ficus, al final de la calle Alejandro Seiquer, donde esta se bifurca a la derecha hacia la Merced y a la izquierda hacia la Plaza de Santo Domingo, fue casi simultáneo.
El homenaje que con este pregón deseo rendir a la mujer murciana, a esa que cuando ríe “ resplandece de hermosura toda la huerta sultana” es la razón de ser de que esta segunda experiencia ferial la exponga por boca de quien desde hace más de 26 años comparte sus alegrías y sus penas con quien os dirige este pregón.
Por eso realizando un cinematográfico flash-back retrospectivo, retrocedo en el tiempo del año 1973 a las vivencias feriales que en los años 60 experimentó una niña de enormes y expresivos ojos negros, coletas y diadema e inmaculado vestido blanco, nieta de murciana y cartagenero. A quien amparaba la Virgen de los Peligros porque su abuelo tenía la consulta de médico-dentista debajo mismo de su hornacina, al pasar el Puente Viejo.
Son recuerdos, los más importantes de su vida, porque son los que la conducen a su infancia. La suya muy estrechamente unida a sus abuelos Ambrosio Bermejo y Juana Caballero, con los que pasaba grandes temporadas debido, en parte, a la otitis de su hermano Carlos, y en parte a la felicidad que le producía el estar con ellos sin sentirse destronada.
El mes de septiembre de los años sesenta, para esta niña murciana es, como digo, el que más y mejores recuerdos le traen a su memoria, porque en ella se reproducen el olor y el sabor, vuelven los sentidos, de su infancia y las tardes de luces armoniosas.
El olor de septiembre es olor a La Alberca.
Es aroma denso a jazmín, diamelas, madreselva y pino. Y es también la esencia del perfume de Misuko que usaba su abuela en sus momentos importantes, como era recibir a la Virgen de la Fuensanta en la Catedral, cuando bajaba del monte. Al templo entraba, por la puerta de la Plaza de la Cruz, en brazos de su abuelo que al pasar delante de San Cristóbal y el niño le manifestaba: “mira igual que tú”.
Acudía después al recinto ferial, para ver los cristobitas y montar en el tiovivo con sus caballos elegantes, de colores almibarados y brillantes, con su música de caja y sus espejos mágicos. Porque para esa niña como para todos los niños del mundo, mágica es la feria con sus puestos de jínjoles, almendras garrapiñadas, altramuces y unos caramelos que para ella eran enormes por el largo palo y rojo intenso, que su abuela le compraba y que su abuelo, no olvidemos, era dentista, le advertía: “niña, los caramelos se chupan no se muerden, que si no, no te traigo más”.
Y no la llevaban más, independientemente de lo que hiciera, porque para ella la feria, era, el día de la feria.
El resto de la feria eran los toros. Y sus abuelos iban a los toros. Su abuelo impecable, su abuela elegantísima con su mantón de Manila al brazo, azul, con motivos chinescos y cabezas de nácar pintadas a mano que su nieta guarda como un verdadero tesoro.
La noche del lunes previo a la romería dormía en casa de los abuelos, en su casa del Puente Viejo, donde el doctor Bermejo, como antes he relatado, tenía su consulta de dentista, insisto, debajo mismo de la hornacina de la Virgen de los Peligros, por eso era conocido como “el dentista del puente”. El motivo de dicha pernocta era despedir a la otra Virgen, a la Patrona, a la Virgen de la Fuensanta que subía el puente despacio, cimbreante, contenta y bien acompañada. Volvía a su casa del monte cargada de peticiones y rogativas, sobre todo las de la ansiada lluvia, que para eso destronó a la Virgen de la Arrixaca, y que si tenía a bien conceder, ya se encargaría Nuestra Señora de los Peligros de que no ocasionara destrozos a su paso por la ciudad.
Inmediatamente volverían todos a La Alberca, al Verdolay, a Villa Juanita en honor a la abuela, porque debían cumplir con la tradición de abrir de par en par las puertas de sus casas para atender a los romeros que volvían del monte.
Estas son en fin, las vivencias de una niña que no piensa que tiempos pasados fueron mejores, pero que estos en concreto sí, porque les trae a la memoria la imagen de sus abuelos y la feria.
Esta es en definitiva, también, la Feria de los abuelos que para todos los niños del mundo tiene un sabor especial, precisamente por su compañía.
Esa niña ahora madre, espera, si Dios le da salud y nietos, hacer lo mismo por ellos, y, por supuesto tendrán el testimonio del día de hoy en el que su abuelo pregonó la Feria de Murcia, un gran honor concedido por este Consistorio y su Alcalde.
La tercera y última visión que deseo transmitiros en este mi pregón anunciador de la Feria septembrina ya casi en el equinoccio de otoño, tiene que ver con la visita al recinto y demás actos feriales que realiza una familia murciana.
Del matrimonio entre el joven almeriense ya amurcianado, permitidme el palabro, y la jovencita cuya percepciones y experiencias feriales he transmitido, nacen tres nuevos murcianos. Ahora ya nos encontramos en la Plaza Circular de los años ochenta, en la Redonda, en la Rotonda, como deseéis denominarla, en fin en la Cibeles murciana donde de tarde en tarde celebramos los éxitos de nuestro R.Murcia y al que esperamos acudir al final de la presente temporada futbolística.
Como decía, en esta ocasión el pregonero os convoca a la feria de la familia cuyo prisma es, obviamente, diferente. Desde esta perspectiva, observas y experimentas la feria a través de las caras y ojos de tus hijos. Nos encontramos al principio de los años noventa y ya el festejo ha ido incorporando nuevas actividades y conmemoraciones. Ya es la Feria también de los Moros y Cristianos, de los huertos, las tunas, el festival de folclore y la del ganado tan necesario para nuestras gentes de la huerta. Ese es el recorrido que haces con tus retoños.
En primer lugar, por exigencias del guión y deseo filial, la familia acude al recinto ferial, ahora ya instalado en su actual ubicación: La Fica.
La entrada es sencillamente inolvidable cuando como padre contemplas las caras extasiadas, embobadas de tus hijos. Sus ojos no les caben en sus órbitas.
Es la feria de los olores y también de los sabores, seguimos experimentando los sentidos.
Primero entra en juego el olfato cuando percibes el aroma a manzana bañada en un rojo caramelo, el olor de las patatas fritas que preparan en el acto, el del algodón dulce que te empalaga como nada, el de las almendras garrapiñadas, el de la mazorca de maíz y del jalufo murciano que consumes junto a la morcilla y salchicha en un alto en el camino.
Es también la Feria del sabor, el que percibes al comer jínjoles, altramuces o altramusos, el de las chufas, pipas y torraos.
Todas esas percepciones sensoriales experimentadas con tus hijos de la mano son las que te engatusan, te envuelven, te embargan y atraen como un bendito hechizo hacia el recinto al que penetras contemplando, como antes decía, sus rostros con ese gesto, mezcla de sorpresa, expectación, alegría, interrogante ante lo mágico y desconocido. Una atracción, en definitiva, irresistible y telúrica.
Ya dentro del recinto, nos encontramos, en primer lugar con alguien a quien los menores no identifican pero que tú te sientes en la obligación de explicarles quienes son. Y así le hablas de que son personas que están ahí para garantizar nuestra seguridad, son la pareja de la entonces Policía Municipal; de aquellas que en lo alto de un camión colorado y con casco negro procuran que si se produce un incendio sea inmediatamente extinguido; en fin de los que velan para que el recinto este limpio. Les explicas que son personas abnegadas cuyo cometido consiste en realizar su trabajo para que todos disfrutemos de la Feria.
Y empiezan los problemas, el padre con la biodramína en el bolsillo, porque sabe que irremisiblemente acabará en la noria y en el barco pirata y existen altas posibilidades de que aparezca el inevitable mareo y el estado catatónico. Y entramos lógicamente en la división de opiniones que al ser tres aspirantes a la diversión, son tres deseos diferentes, porque dispares son sus gustos. Que si los caballitos, que si los coches de choque, que si la noria, que si el tren de la bruja, que si el hotel del terror, donde por cierto en más de un ocasión sus trabajadores tuvieron que usar mascarillas para evitar las bombas fétidas que Belencita y sus amigos les lanzaban en represalia por sus sustos, con el consabido soponcio y bochorno del pregonero.
Es, en definitiva, mis queridos amigos, tiempo de alegría y disfrute, y por eso, no os pido, os exijo que disfrutéis de esta extraordinaria oferta, gastronómica, cultural, costumbrista, tradicional, histórica, taurina, musical, en fin de una Feria inigualable que nuestro Ayuntamiento de la mano experta y entusiasta de su Concejal de Festejos, organiza.
Olvidaos de la crisis, de la recesión, de la desaceleración, como deseéis denominarla. Con euros o sin euros. Si tenéis que pedir un préstamo hacedlo, el concejal de festejos y el pregonero os avalan…..de palabra, claro.
Pedid al Concejal de Hacienda una exención impositiva que, por cierto, ya se aplicaba en el s. XIII a los mudéjares y que entonces se llamaba almojarifazgo, haced lo que podáis pero salid a la calle a gozar de esta hermosa multiplicidad de ofertas lúdicas que el Consistorio nos ofrece.
Todos en paz y armonía como hace diez siglos convivían en nuestra ciudad cristianos, moros y judíos. Las tres culturas, tan acertadamente recuperadas por esta Corporación en el festival que anualmente se celebra en nuestra Ciudad, y que en tranquila cohabitación tanta riqueza cultural sembraron en nuestra región, en esta tierra de arrayanes, los mirtos que Cascales relacionó con la existencia de un antiguo culto existente en esta zona a Venus, diosa romana a la que aparece consagrada dicha flor.
La Venus Murcia representaba a la diosa que acaricia y atrae con su belleza al hombre enamorándolo, pero también simbolizaba la diosa del mirto, símbolo del amor casto y bello.
Enamorado de nuestra Feria, como espero que estéis todos vosotros, voy terminando este pregón y esto me produce tristeza. Os aseguro que desde el 21 de julio pasado cuando a las 11,30 horas recibí en mi despacho la llamada del Sr. Alcalde haciéndome el ofrecimiento de anunciar la Feria de septiembre murciana entré en estado de shock ante la gran responsabilidad y enorme honor que para cualquier murciano suponía el reto de pronunciar este pregón, representando además al colectivo de abogados.
Imaginaos, además, lo que significa para un urcitano de nacimiento que en 35 años de vida murciana ha mamado las esencias de esta tierra hasta el punto de amarla hasta lo más profundo como si en ella hubiera nacido, para un ciudadano nacido en este bendito sureste español, tierra rica en civilizaciones, tierra rica en culturas, tierra que exporta luz, trabajo, esfuerzo, empresas….
La auténtica gozada, permitidme la expresión, que ha supuesto el estudio, la preparación, redacción y exposición de este pregón… y también para mis ayudantes, que los he tenido, y que han realizado una magnifica labor buceando en los archivos, y que se llaman Marta, Belén y Luis, ahora veinteañeros, antes niños que como habéis oído disfrutaron y disfrutan de la Feria.
Finalizo, y lo hago poniendo en mi boca la dedicatoria que el Rey Felipe V dedicó a Murcia el 16 de septiembre de 1709 en premio a la lealtad y ayuda de sus habitantes para que prosperara en España la Casa de Borbón. El monarca concedió a Murcia otra corona real, la séptima, sobre un león y una flor de lis, unidos. Alrededor una leyenda con texto latino que dice: “Priscas, novissime exaltat, et amor”, en castellano: LA MAS GRANDE EXPRESION DE AMOR.
Señor Alcalde, en nombre del Colegio de Abogados y en el mío propio, nuestra eterna gratitud.
Y a todos vosotros, muchas gracias por vuestra atención.
Viva Murcia y su Feria.
He dicho.
PEDRO LUIS SAEZ LOPEZ
DECANO DEL ILUSTRE COLEGIO DE ABOGADOS DE MURCIA.