¿Puede la inteligencia artificial cambiar nuestro cerebro? ¿Llegaremos a convertirnos en cíborgs? ¿Conseguirá la tecnología hacernos más inteligentes? ¿Podremos desarrollar nuevos sentidos o comunicarnos con el pensamiento? La tecnología aplicada a la neurociencia, aquella que busca proporcionar una comunicación directa entre el cerebro y un dispositivo externo, se halla todavía en fase experimental. No obstante, un artículo publicado el pasado mes de junio en Science Direct bajo el título «Interdisciplinary Neurosurgery» sugiere que las investigaciones en este ámbito pueden provocar grandes transformaciones en el tipo de procesos cognitivos que ahora realizamos a diario. Y no solo en sus aplicaciones más ampliamente conocidas, como pueden ser la medicina y la atención al paciente, sino también en otros ámbitos sociales y humanísticos, como el entretenimiento, la educación, el aprendizaje del autocontrol y la regulación de emociones, el marketing y la publicidad.
«La inteligencia artificial (IA) está a punto de provocar cambios radicales en nuestras formas de vivir, como ocurrió en las pasadas revoluciones industriales, con la invención de la imprenta o de la electricidad», apunta Pierre Bourdin, profesor de los Estudios de Informática, Multimedia y Telecomunicación de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC). Si bien la visión de una sociedad controlada por cíborgs sigue siendo una imagen más próxima a la ciencia ficción que a la realidad, Bourdin no descarta una evolución en la línea de esa hipótesis: «En el futuro es probable que haya una fusión del hombre con las máquinas», reconoce.
¿Cómo se materializará esta conexión? En la actualidad ya convivimos con interfaces cerebro-máquina y cerebro-ordenador, es decir, elementos tecnológicos que facilitan la comunicación directa entre el cerebro y un dispositivo externo. Mientras que las primeras sirven para que alguien pueda escribir en una pantalla sin necesidad de teclado, el segundo tipo permite, por ejemplo, que una persona con miembros amputados mueva sus extremidades robóticas. Asimismo, los medios para propiciar este enlace entre el sistema nervioso central y un programa informático pueden requerir la instalación de conectores en el cerebro, o, en casos menos invasivos, valernos incluso de elementos técnicos sin necesidad de acometer una implantación mediante cirugía.
La mayoría de estos avances se aplican al cerebro, pero también existen trabajos sobre médula espinal o técnicas para el control musculoesquelético. «Hay neuroprótesis implantables para personas parapléjicas que les permiten pararse y caminar; existen sistemas diseñados para que un paciente tetrapléjico recupere el control de una de sus manos. Más a largo plazo, podemos imaginar implantes para mejorar habilidades físicas (fuerza muscular, vista aumentada) o psíquicas (memoria)», pronostica el profesor Bourdin.
Hacia el consumidor del futuro
«Ya existen tecnologías para conectar el sistema nervioso a las máquinas. Obviamente, aunque muy avanzadas, estas siguen siendo muy “primitivas” y la complejidad del problema sigue siendo enorme. Pero es un sector en evolución rápida y probablemente veamos mejoras muy significativas en pocos años», sostiene Bourdin.
No en vano, el impulso creciente a este tipo de tecnología viene auspiciado por grandes corporaciones empresariales que proyectan su crecimiento al avance y la consolidación de estas aplicaciones. Es el caso de Neuralink, la apuesta del magnate canadiense Elon Musk «por un cordón neuronal artificial que podrá tomar el control de los cerebros de las personas», según explicaba él mismo en una reciente intervención pública. Su equipo de investigadores está trabajando en una interfaz de «hilos» (más finos que el cabello humano) que van ligados al cerebro por medio de una máquina capaz de «coser» seis de estos hilos (192 electrodos) por minuto mediante tecnología láser, de forma mucho menos invasiva y dañina que otros sistemas similares.
En una primera fase, Neuralink quiere aplicar esta interfaz en pacientes con prótesis robóticas, pero el objetivo es alcanzar interfaces que nos permitan manejar el teléfono móvil o el ordenador tan solo con la mente. Como apunta Pierre Bourdin, «que Elon Musk invierta en este sector demuestra que nos encontramos ante una tecnología que está a punto de convertirse en una realidad comercial», lo que a su vez abre un panorama de oportunidades completamente inédito para que las empresas y las marcas lleguen al cliente del futuro.
¿Puede una máquina aprender a ser machista o racista?
Como cualquier iniciativa histórica que en su día supuso progreso y transformación, la IA también trae consigo la apertura de nuevas controversias morales sobre los límites de su implementación. Raquel Viejo-Sobera, profesora de los Estudios de Ciencias de la Salud de la UOC y especialista en técnicas de estimulación cerebral no invasiva, identifica tres importantes dilemas éticos a los que se enfrenta esta corriente de investigación: el control humano de las máquinas, la protección de datos y el elevado consumo energético.
El denominado machine learning tiene como objetivo que «los sistemas “aprendan” a partir de la información proporcionada por los desarrolladores. Esta información tiene los mismos sesgos presentes en la sociedad, como el machismo o el racismo, de manera que, si no se ejerce un control activo, podría degenerar en inteligencias artificiales machistas, racistas o xenófobas», apunta Viejo-Sobera. Aunque ya existen algunas experiencias negativas en este sentido, la experta incide en que este problema «puede ofrecer también interesantes campos de estudio y fuentes de cambio social».
En cuanto a los datos recogidos de manera masiva por los sistemas de inteligencia artificial, la profesora hace hincapié en que la población sea plenamente consciente del uso que va a hacerse de ellos y de asegurarse de que estarán sometidos a un tratamiento confidencial y respetuoso. «La regulación va avanzando en este sentido, pero aún hay muchas cosas que desconocemos y las leyes son diferentes en cada país, de manera que el ciudadano está desprotegido en muchos casos». Asimismo, cobra especial relevancia la formación del consumidor sobre «cómo se generan y en qué se basan los resultados de los algoritmos», ya que van a condicionar sobremanera el servicio que nos presten.
Aunque se trata de una cuestión que suele escaparse a los debates sobre esta materia, Viejo-Sobera apunta, además, que la computación de alto nivel, es decir, aquella necesaria para procesar grandes cantidades de datos, «supone un gasto energético muy elevado y con un crecimiento imparable», de modo que «debería tenerse en cuenta este aspecto a la hora de decidir si la generación de inteligencia artificial es sostenible y en qué casos está justificado el enorme consumo que supone».