El anuncio de Repsol de llevarse a Portugal sus inversiones previstas en Tarragona -el electrolizador más grande de España y una ecoplanta para convertir residuos urbanos en biocombustibles, 1.100 millones de euros en total- ha generado mucha preocupación entre los trabajadores y los sectores económicos, muy en particular en las áreas de actividad petroquímica. Y demasiado poca en determinadas esferas políticas, que deberían hacerse algunas preguntas sobre los motivos del anuncio.
La jugada del Gobierno de querer consolidar su impuestazo a las energéticas, que entró en vigor a finales de 2022 como una medida presuntamente provisional en un contexto muy diferente al actual, ha provocado que Repsol haga un movimiento del cual venía avisando hace un año: si el Gravamen Temporal Energético pasa a ser definitivo, sus inversiones previstas se irán a otros países para mantener su competitividad.
Desde el Sindicato de Trabajadores asistimos con preocupación a esta partida, porque lo que parecen haber olvidado los que la iniciaron, es que los primeros afectados de sus movimientos serán los trabajadores de la empresa y de todo el sector petroquímico en general -muy interconectado- y sus familias.
No es necesario ahondar en que evitar el posible daño colateral que produciría la decisión tiene que ser una prioridad para el Gobierno, pero también para la empresa, en una época en la que las compañías se llenan la boca de discursos que ponen en el centro a las personas y la sostenibilidad, que según los ODS de la ONU también incluye el impacto social de las políticas empresariales. Pero aquí estamos hablando de algo muy delicado: la competitividad.
Desde el Sindicato de Trabajadores estamos para defender los intereses del colectivo. Y esto incluye, de manera preferente, pelearnos con las empresas, si puede ser de manera constructiva, para conseguir las mejores condiciones de trabajo y vida para los trabajadores. Pero, de manera puntual, como sucede en este caso, también alzamos la voz en defensa de algo que cualquier trabajador debe tener muy interiorizado: sin empresas competitivas no hay trabajo ni trabajadores. Parece una obviedad, pero más de un dirigente político debería tenerlo en el centro de su pensamiento.
No cuestionamos las políticas fiscales que tengan como objetivo financiar políticas sociales, ya que eso coincide plenamente con nuestros puntos de vista. La educación, la sanidad, las infraestructuras, etc. son fundamentales para el bienestar de la clase trabajadora y, en consecuencia, de la justicia social. Pero el impuesto de la discordia presenta algunos elementos que invitan a la reflexión. Como que tenía un carácter temporal justificado por una coyuntura que no está vigente. O que la propia Unión Europea se posiciona en contra de gravar a las empresas por sus beneficios, cuando ya pagan impuestos regulares por su actividad.
Es muy importante que se abra un diálogo. Hay mucho en juego. El Informe Draghi, que se supone que va a marcar las políticas económicas de la Comisión Europea, apunta a temas como este como un factor clave para garantizar la fortaleza de la industria en nuestro continente, muy amenazada por enemigos que no siguen las mismas reglas del juego. Decía Aristóteles que la virtud está en el término medio. A ver si unos y otros son capaces de encontrarlo en esta cuestión para no dejar escapar las citadas inversiones y evitar un efecto dominó de consecuencias devastadoras para la sociedad española. Sería un jaque mate para el empleo y la industria.