Hoy más que nunca, tenemos que proclamar y propugnar la dignidad de la persona; puesto que no cesan de aparecer con fuerza una crisis profunda de los valores humanos, lo que requiere una más ferviente concienciación de las injusticias sembradas, con la imputación a los causantes de estos inhumanos atropellos, comenzando por las grandes potencias nucleares, que deben dejar de juguetear con el futuro de la humanidad. Necesitamos entrar en unión y en comunión, dada nuestra dimensión social, lo que nos exige consideración y respeto hacia el análogo, sabiendo que cuánto más crece el poder, tanto más se amplía su responsabilidad. Por desgracia, en cada amanecer únicamente solemos preocuparnos (y ocuparnos) de nosotros mismos (individualismo), sin admitir el derecho a la diferencia, desapareciendo de nuestros andares la voluntad de someternos a normas morales. Esto realmente conduce a una situación en la que los más poderosos, suelen utilizar a sus propios semejantes en su mismo provecho, lo cual es el camino para una galopante discriminación de derechos humanos.
Ante el cúmulo de contrariedades, debemos pararnos a repensar situaciones, sintiéndonos libres para poder discernir contextos. Lamentablemente, la conciencia de los ciudadanos no suele ser una voz propia, sino una voz colectiva dominadora, que en este momento suele deshumanizarnos por completo. La inhumanidad desde hace tiempo nos viene amortajando el sentido común. Tenemos que despertar, urge hacerlo sin personalismos, el ser humano en cuanto tal tampoco puede cohabitar, ni conseguir su realización, sino es en alianza y en comunicación unos con otros. Así toda persona se define por la aptitud que ha de llevar a buen término y por el fin que debe conseguir. Quizás ahora, con el envejecimiento de la población que está transformando las estructuras sociales de todo el mundo, tengamos no sólo que reforzar los sistemas de atención y asistencia a las personas mayores, sino además propiciar otras atmósferas, donde se paladee el sabor de la fraternidad. La soledad y el descarte se han vuelto elementos repetitivos de un oscuro callejón aletargado en el que estamos inmersos.
Las pertenencias comunes están en crisis y se reafirman las absurdas batallas familiares. La ruta del nosotros ha dado paso a un itinerario egoísta donde nadie respeta a nadie y, lo que es peor, todo se confunde. Es como si la supervivencia de unos, pusiera en peligro la de otros. Desde luego, la contraposición entre las generaciones o el género, es el mayor engaño y un fruto envenenado de la cultura de la confrontación. Poner a los jóvenes en contra de los ancianos, o a las mujeres en contra de los hombres, es una manipulación inaceptable; está en juego la correspondencia de sabidurías, es decir, el real punto de referencia para la comprensión y el aprecio de la vida humana en su totalidad. Al fin y al cabo, todos nos pertenecemos a todos, siendo imprescindibles cada pulso, para ese poema interminable que el Creador puso en nuestros andares. Nadie debe ser un peso para nadie y mucho menos una mera carga onerosa. Hay que atenderse, entenderse y sobrellevarse; y, por ello, hemos de reconocer definitivamente la dignidad infinita de toda persona, más allá de toda circunstancia y en cualquier estado o situación que se halle.
Estamos llamados a convivir como ciudadanos del mundo. Reconociendo la dignidad de cada ser humano, podremos hacer que renazca lo que hasta ahora es un sueño, el deseo de hermanarse tras globalizarnos. Reorganicémonos, porque la organización de las sociedades aún está muy distante de reflejar con claridad que las mujeres tienen exactamente la misma dignidad e idénticos derechos que los varones. Pasemos de las palabras a los hechos. Contiendas, incertidumbres, persecuciones, violencias y tantas ofensas contra la dignidad humana se producen por todos los rincones del planeta, en ocasiones juzgándose según convenga a los intereses dominadores. Realmente, la tercera guerra mundial está ahí, en ese incumplimiento que nos mortifica. Toca realzar la decencia, pues, para las personas presentes y futuras. Nuestra mayor torpeza, reside en sustentar una mentalidad de miedo y desconfianza, en vez de sostener la ley suprema del amor fraterno. Nos falta esa movilización del reencuentro, como lenguaje del corazón; mientras nos sobrepasa la paralización y la polarización vecinal, con sus vicios y vacíos.