"La ciudadanía". Manuel Olmeda Carrasco

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Ciudadanía, según la acepción primera significa cualidad y derecho de ciudadano. Históricamente la izquierda no solo no reconoce cualidades y derechos individuales, sino que la palabra ciudadano debe estar extinguida en sus textos desde el instante mismo de su nacimiento. Recurre, eso sí, a una retórica seductora capaz de atraer millones de incautos que olvidan las diferencias abismales entre vocablos o frases fascinantes y realidades que ofrecen, o debieran, análisis reflexivos y cautelosos. Quien esté colgado del dogma, ardid, alucinógeno o botellón (sinónimos irreductibles, al menos los dos últimos, en la época actual) extravía cualquier oportunidad que pudiera brindarle la especie humana; es decir, actuar con una cierta dimensión lógica. De forma más o menos consciente, echamos culpas a los gobiernos cuando debiéramos mirar nuestro quehacer.

En la segunda acepción, ciudadanía se refiere al conjunto de ciudadanos de un pueblo o nación. Con el mismo modelo, es decir, tomando al ciudadano rehén de meticuloso e incompleto vaivén, la izquierda —que no cree ni en el colectivismo utilizado como elemento embriagador— escinde o mutila dicho grupo (la sociedad) forzando una clasificación maniquea. Sin embargo, en su fuero interno se manifiestan portavoces ecuménicos adjudicándose una representación inexistente, bastarda. Es comprensible, absortos por las lacerantes fatigas con que suelen zaherir estos aventureros escasos de facultades, que nos pase inadvertido el objetivo final: desvertebrar el Estado y al individuo. Constituye una prelación silenciosa, discreta, para conseguir algo intuido pero de difícil confirmación. ¿Quizás un orden nuevo a costa del obrero? No es descartable.

La forma en que me expreso, atribuyendo a la izquierda toda maquinación, pudiera llevar a error. Cierto que originariamente los regímenes totalitarios, populistas, usaron estos métodos fariseos hasta la saciedad. Recordemos, como algo tópico, las abundantes propagandas fascistas, leninistas-estalinistas y nazis. Hoy, ignoro si por querencia, tal vez envidiosa praxis, cualquier ideología —sin ser doctrinalmente populista— se ha pasado al campo de la farsa. Los españoles, al final, son incapaces de disociar estilos, comportamientos, propios de la derecha (más o menos centrada) y la izquierda (más o menos extrema). El PP lleva tanto tiempo mirando, asimismo imitando al PSOE (actual sanchismo que lo ha ocupado), que hace imposible la discriminación entre el uno y el otro. Llevamos cuarenta años de plena y lamentable conexión.

Entre asombro y desasosiego, veo cómo políticos de todo pelaje insisten en utilizar un diccionario tramposo. Democracia, por ejemplo, parece pilar básico del gremio comunista que lo afirma con la misma vehemencia con que el beodo niega su estado, cuando ambos términos (democracia y comunismo) son incompatibles. Los frutos que recogen de esas evocaciones postizas, deben compensarles porque si no terminarían por desechar dichas tácticas estériles. Al fondo, encontramos un poso fosilizado de ilusa suficiencia. Sospecho que una minoría se interroga: ¿pero que dicen estos gilipollas creyéndonos imbéciles? La cuestión estriba, más allá de conjeturas, en el posicionamiento adoptado por la mayoría. Deduzco las enormes dificultades que supone librarse del continuo asaeteo informativo a que somos sometidos de forma exagerada e inmisericorde, pero eso nunca debiera impedir una serena meditación, un análisis crudo de cada uno sobre el contexto individual y colectivo.

Temo —y podría asegurar sin pruebas, pero saturado de evidencias— que cuando un político apela deslenguado, exiguo de escrúpulos, a la ciudadanía es que quiere aprovecharse de su candor. Ocultar ansias desenfrenadas bajo el ropaje de ejemplar servicio y difundir esfuerzos imaginarios, aparte de fraude, es una inmoralidad cuya cabida se da únicamente en personas capaces de soportar gruesos calificativos. Hace unos días, sin ir más lejos, la vicepresidenta Yolanda Díaz pronunció no menos de seis veces seguidas el vocablo mencionado. Como suele decirse, la música sonaba bien; no obstante, el libreto era ilegible, inasimilable. Estaba defendiendo un estatus económico-social propio, inconquistable fuera del espacio gubernamental. ¡Qué vamos a decir de la inquieta y descocada ministra de igualdad!, para no extendernos con otros todavía más indocumentados y no por ello sumos hacedores en inutilidad.

Unidas Podemos (desunidas hasta límites extravagantes), sobre todo sus dactilares “lideresas” Montero y Belarra, acopian vocablos que pretenden ser mágicos dada la insustancialidad con que los citan. Me recuerdan a papagayos repitiendo lo que las visitas a familias bien han oído cientos de veces y sus dueños exhiben sin pudor. Cada jornada, cada información, nos aportan al compás de otros conmilitones “preparadísimos” la trascendencia del arte político desviando el polo de atención o desgranando mensajes que destierran cualquier desvelo hacia la “gente”, alternativa talismán, magnética, a ciudadanía. Pese a todo, aún hay auditorio dispuesto a comulgar con ruedas de molino. Es evidente que quien desvaría son las tragaderas, no las ruedas.

¿Excluyo a la derecha de tales prácticas inmundas? ¡Qué va!, en absoluto. Con todo, colocar el plano a altura similar, cometeríamos —desde mi punto de vista— deslices varios. A destacar, de justeza y de justicia. Cierto que Vox, por ahora, niega incoherencias especiales, probablemente porque necesita asentar responsabilidades e indicar cuánta veracidad hay en sus mensajes. PP, al contrario, lleva desde el inicio probando las mieles del poder nacional y autonómico. Sería absurdo ocultar, aunque se desgañite, su connivencia con el independentismo y doblez dialéctica empleada con los españoles. Creo innecesario revivir episodios concretos en épocas de Aznar, Rajoy, Casado (algo menos infortunados) e inicios de Feijóo dando tumbos nacionalistas.

¿Acaso excluyo a los medios de comunicación? Estos, quizás superen a los políticos en el trato a la “ciudadanía” porque son cajas de resonancia y conforman una mentalidad social acorde con sus ideas o con las de sus tesoreros. Sin ir más lejos, el episodio de la terrible matanza de Uvalde ha servido para denigrar la posesión de armas en EEUU arreciando críticas sobre los republicanos, presunto calco de la derecha española. Yo no entro ni salgo, pues la disyuntiva lleva al menos un siglo de existencia en aquel país. Han pasado por alto el instinto espeluznante de la izquierda por votar a favor de dictaduras. Así, con la excepción de Vox, que lo propuso, apoyado por PP y Ciudadanos, no se ha declarado a Putin persona non grata. Silencio el atributo eugenésico dado a Vallejo Nájera (que no discuto porque desconozco su línea teorética sobre psiquiatría) cuando se calla el gigantesco control chino de la natalidad desde hace cincuenta años. Deduzco que Vallejo Nájera, probablemente con poco asiento ético, deseaba subsanar una problemática social, discutible si quieren, igual que China. Las vestiduras se deben desgarrar sin apaños.

Termino con cita de The Economist: “Sánchez ha convertido a España en una democracia defectuosa”. Hemos descendido seis posiciones y quedado a la altura de Chile.

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