Ari Xen es un seudónimo. Quizás, en una concepción moderna del arte, donde el valor de la obra viene dado por una firma, y la firma responde a una identidad inconfundible, esta estrategia de ocultación tras un seudónimo pueda resultar un mal negocio. Pero, como ha demostrado Banksy, no hay identidad más poderosa que la que no se ve. El seudónimo no implica tanto una ausencia de identidad como una identidad oculta, resistente a la luz. Una identidad más fuerte.
La identidad bajo control
En la época de la transparencia absoluta, el nombre escamoteado constituye un acto de valentía. Ari Xen sustrae su identidad de la cadena de productividad visible para potenciar sus capacidades expresivas y desestabilizadoras en la zona oscura del anonimato. Las máscaras de gorila de las Gerrilla Girls o los pasamontañas de las Pussy Riot confirman que la identidad burlada al sistema funciona como una eficaz herramienta de sabotaje. Todo el mundo tiene un nombre y todo aquello que legalmente lo representa: un DNI, un pasaporte, unas huellas dactilares, una tarjeta de crédito, una firma… La biométrica convierte a cada uno en individuos archivados, bajo control. Formar parte de un archivo transforma a las personas en ciudadanos y, por tanto, en practicantes legítimos de una libertad vigilada, bajo control.
La firma como identidad económica del artista
La Serie Tiempo II, de Ari Xen, expuesta en la galería de arte 1819 Art Gallery, aprovecha el contexto facilitado por este anonimato para denunciar eficazmente el funcionamiento del sistema del arte contemporáneo. El supuesto desapego del artista político con respecto al mercado es cuestionado por Ari Xen mediante un conjunto de composiciones en las que un billete de 100 dólares es empleado como soporte de intervenciones pictóricas que combinan la gestualidad del dripping y el rigor de la abstracción geométrica. La primera impresión que pudiera tener el espectador es que el billete es saboteado mediante su ensuciamiento por parte del artista. Pero nada más lejos de la realidad: lo que, a simple vista, parece un ultraje del símbolo económico del neocapitalismo global se revela, de inmediato, como una simbiosis perfecta de arte y mercado. Por una parte, el billete otorga valor a la supuesta rebeldía artística. Por otra, el arte aporta contenido y fuente de riqueza al sistema de producción económica. El gesto artístico no mancha ni resta valor al billete; por el contrario, lo convierte en una obra única, un artículo de lujo que multiplica su valor simbólico y, por tanto, su cotización en el mercado. La función del arte no es depreciar el mercado, sino hipertrofiarlo hasta la náusea. Las barras negras que se superponen horizontal y verticalmente al billete de 100 $ -y que recuerdan al signo con el que se suele indicar una censura o un fake-, lejos de invalidar el valor pecuniario del billete, lo refuerzan.
Cualquier acto político propuesto por el arte contra el sistema es reabsorbido inmediatamente por este a favor del sistema. La creación artística estiliza el dólar; no lo sabotea. Solo queda -como última salida- sustraer el nombre de este círculo vicioso, con el fin de suspender el acto de rentabilización final: la firma como identidad económica del artista.