El último color de Pepe Lucas

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El último color de Pepe Lucas

Solamente lo inopinado es portador de comunicación, se nos franquea insospechadamente como un mensaje. Lo que sucede por necesidad, lo potencialmente previsto, lo cotidiano que deambula por la senda de la habitualidad, no dice nada, no informa de nada, no transmite nada. Sólo la extrañeza nos habla. 'Tratamos de leer en ella como leen las gitanas las figuras formadas por el poso del café en el fondo de la taza', que diría Milan Kundera".

El artista ciezano Pepe Lucas era así: inesperado, impensado, espontáneo, arrolladoramente repentino, como una lluvia cromática de tonos imprevisibles. Por ello su obra comunicaba siempre a raudales, no estuvo exenta jamás de una semántica irisada y viva. Esa sorpresa continua que supuso su vida y su obra se cerró bruscamente la pasada semana. Se marchó abruptamente tal y como se había manifestado en multitud de ocasiones ante el universo artístico. Ese mutis caótico del escenario de la existencia obligó a que el mundo de la cultura, el periodismo y la política lo despidiera en su funeral también repentinamente, sin una liturgia previa estudiada para un supuesto protocolo de adiós. Mejor así, porque abominaba de los protocolos. Fue sempiternamente lo más opuesto a esos ritos vacuos y afectados.

Decenas de personas lo despedían el sábado en el cementerio de Cieza. Su familia depositó la urna funeraria con las cenizas del pintor en el panteón familiar acompañada por familiares, amigos y una representación del Ayuntamiento encabezada por el alcalde, Tomás Rubio, quien expresó personalmente a sus hijos las condolencias en nombre de la Corporación y de todo el pueblo ciezano, como antes, durante unos días, hubiera de encargarse de recibir cual anfitrión de la villa esas mismas condolencias de multitud de lugares del mundo por la tan carísima pérdida sufrida por la ciudad con la desaparición de un artista abrumador y kárstico, que nos condena a la ausencia de ese paisaje de relieve accidentado que fue su discurso envolvente y estentóreo.

Un pintor, un escultor cuya obra siempre estuvo colmada de una comunicación avasalladora, que aglutinó una sucesión de imprevistos visuales durante su trayectoria que deberían analizarse con indagación inmanentista, al margen, incluso, de la propia biografía de su autor, para que ningún agente externo y ajeno contaminase su complejidad semiótica.

Tendríamos, seguramente, que inventar un método paralelo al formalismo ruso fundado por Víktor Shklovski y, de la misma manera que se enfoca la poesía como una estructura peculiar del lenguaje exenta de utilidad pragmática y sí inmersa en un evidente desvío o extrañamiento del lenguaje, de lo cotidiano -porque la cotidianidad hace que se pierda la frescura de nuestra percepción de los objetos-, ahondar en el pincel de este bardo ya inmortal como en una gubia que saca de punto la masa manida de los días para dejarla desnuda y poder mostrarnos lo que nunca se ve de la realidad aunque la tengamos delante de nuestros sentidos y ahondar en lo que escribió sobre sus lienzos, sobre el metal con su martillo, sobre su pensamiento con los versos provenientes de las eternidades de la onubense Moguer que siempre le rondaban la cabeza:

"Intelijencia, dame

el nombre exacto de las cosas!

...Que mi palabra sea

la cosa misma,

creada por mi alma nuevamente.

Que por mí vayan todos

los que no las conocen, a las cosas;

que por mí vayan todos

los que las olvidan, a las cosas;

que por mí vayan todos

los mismos que las aman, a las cosas..."

Su hijo, el magnífico poeta y periodista Antonio Lucas, a las puertas de la capilla del sacramental del Santísimo Cristo del Consuelo, poco antes de la hora tercia del sábado, dijo que su padre había muerto "como él siempre quiso morir, bajo los murales de la estación de Chamartín en Madrid. Pero regresa a Cieza, donde se quería quedar definitivamente. Mi padre era volcánico, vitriólico, generoso..., no obstante, gozaba de esa alma pajaritera y lúdica que tienen los murcianos".

Un alma inquieta e insaciable de respuestas, del vocablo preciso sobre la realidad 'extrapictórica', siempre inquisitorial para revelar su pátina más perenne, ese matiz ígneo y desbordante que lo jalonó hasta el final; su primer y último color.

"Intelijencia, dame

el nombre exacto, y tuyo,

y suyo, y mío, de las cosas."

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